Publicado en Contrapunto
Con verso o sin verso, en medio de las ataduras de la métrica o en
pleno vuelo de las libertades literarias, la prosa como forma de
expresión nos apasiona en el más alto sentido de la pureza de la
palabra.
La dureza del dato histórico no queda exenta de ese poder de encumbrarnos que tiene el lenguaje poético. Nos remonta a las imágenes de un pasado que contribuyó en gran medida a nuestro ser hecho presente.
Y así, queda expuesto ante nosotros, de la mano del gran Edmundo
Aray, el “reverso secreto de la gloria que no registran las plumas de
los historiadores”. La voz de Simón Bolívar, El Libertador, luego de su
furor cinematográfico, llega a nuestras manos en forma de libro. Pero no
de cualquier libro.
La pena del cristofué es una especie de oda a esos ratos de
soledad de nuestro eterno Simón, en los que presumimos, y leímos en sus
cartas, un retumbe estrepitoso de su día a día, de su cotidianidad de
héroe patrio amado y odiado. Edmundo Aray logra en su breve pero precisa
apología, bajar al Libertador de las frías estatuas de las plazas y
hacerlo humano, más humano que nunca, de carne y hueso y miedo y deseo y
contradicción y fe absoluta en un futuro posible en manos de la
autodeterminación.
Gracias al esfuerzo incansable del Fondo Editorial Fundarte, llega a
nuestras manos un libro imprescindible para quienes nos negamos a
condenar a la historia como un florero de oficina. La historia vive porque nosotros la hacemos en cada pequeño accionar diario. Entonces, La pena del cristofué
se convierte en una serie de hermosas fotografías que se transforman en
pequeños poemas de la infinitud del alma de un hombre que puertas
afuera fue héroe, y que puertas adentro resultó, simplemente, una
llamarada que cumplió con la rutina burocrática del mundo terrenal para
perpetuarse en los libros.
Edmundo Aray, uno de nuestros grandes poetas y cineastas, fundador de la revista cultural Rocinante,
de verbo apasionado y pluma inclemente, afable de trato, nos lleva al
borde de la nostalgia con relatos íntimos, haciéndose del
soliloquio:
“Nací para contemplar el sol de las victorias. Nací para encumbrar montañas. Nací para desandar llanuras. Para navegar nací, entre los hombres, en la mar borrascosa. Yo soy la tempestad, hombro de la vida, enrojecida llama. Yo siento por lo presente y por los siglos futuros. La luz de la verdad y del tiempo nada esconde, al mérito brilla y a la maldad descubre. Otro modo de decir, Camilo, amigo mío. Cartagena redentora, multitudinaria y bella, recíbeme, amorosa, entre tus brazos. Ábrete, pronto, como una flor, como una orquídea blanca, iluminada, que pronto me devorarán los cuervos de la noche”.
Gracias, Edmundo, por tu incansable osadía.
@GipsyGastello
ggastello@gmail.com
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