Publicado en Contrapunto
La guerra económica no ha perdonado a los libros. Un gran problema
para nosotros los lectores vieja-escuela, esos que nos negamos a cruzar
el umbral 2.0 de la era digital y no nos resignamos a abandonar a
nuestro gran compañero de papel. Aunque no tengamos que esperar por
nuestro día de turno según terminal de número de cédula, ni requiramos
de captahuellas, el pregrinaje por la búsqueda de artículos para
satisfacer necesidades básicas y necesidades sentidas se ha trasladado
también a las librerías.
Y aquí, simplemente, el relato de esta servidora.
Que
un libro cualquiera, digamos de ficción, de cierta editorial que opera
en América Latina, no digamos su nombre para evitar heridas
innecesarias, haya aumentado el precio un 1.666 por ciento en los
últimos dos años, libros que además no se producen en Venezuela sino que
se importan con las "bondades" burocráticas del caso por tratarse, ya
saben, de libros y no de objetos de superflua inutilidad; le tumba la
empalizada a cualquiera.
Bien, en medio de ese panorama la rutina
se convierte en una especie de búsqueda de tesoros. Pasear las vitrinas
de las librerías privadas con los dedos cruzados tras la espalda,
invocando a los dioses que reposan tranquilamente en los anaqueles de
las grandes bibliotecas, hasta encontrar un tesoro. Me imagino el
sombrero y el látigo de Indiana Jones.
Digamos que entonces ocurre
que en un pequeño centro comercial caraqueño, pudiera ser en Los
Ruices, una sucursal de esa cadena de librerías donde venden más
cachivaches que libros, comienza la búsqueda. Entre juguetes y tarjetas
románticas, CD's motivacionales y aparatos tecnológicos, entre fichas de
cartón y cuadernos de espiral, el remanente de libros lucha por cumplir
con su razón de existencia: llegar a la biblioteca de alguien.
Y es en medio de esa batalla a muerte contra el olvido que Alejandro Padrón y yo nos encontramos. Su novela La ciudad incandescente,
ambientada en la época de la dictadura de Marco Pérez Jiménez,
publicada en 2011 por la Universidad de Los Andes, me saluda entre
textos escolares y cartulinas de colores. Así que nos damos la
oportunidad, y a un precio que en tiempos de guerra económica parece
irrisorio, decido llevármela a casa.
Ya con la misión cumplida,
sobre el sillón negro de dos puestos que siempre me espera en la sala de
mi casa, comienzo a leer a Alejandro Padrón. Justamente me tropiezo con
un pasaje muy parecido a mi vida real: "Yo quería ser como mi padre. Lo
admiraba y trataba de imitarlo. Me gustaba leer como él lo hacía,
sentado en la butaca de cuero de la sala, en la casa de Cerro Negro,
sólo con el rumor de los cañaverales y el trinar de los pájaros como
compañía. Su voz fuerte y recitada nos convocaba a escucharlo.
Disfrutaba de la lectura de textos como quien saboreaba un manjar. Y
pasaba el día repitiendo fragmentos de novelas o declamando poemas de
Lorca, Neruda o de Andrés Eloy Blanco".
Cosas del azar y del destino. Todo es posible cuando nos aferramos al optimismo en medio de las dificultades.
@GipsyGastello
ggastello@gmail.com
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